Todo comenzó incluso antes de que la Segunda Guerra Mundial estallara oficialmente. En la década de 1930, mientras Japón extendía su sombra sobre China, un médico japonés, Shiro Ishii, surgió como el arquitecto de uno de los capítulos más horrendos de la historia moderna.
Ishii no era solo un médico, era un visionario del terror. Convenció al gobierno japonés de que el futuro de las guerras residía en las armas biológicas, argumentando que, si Japón no lideraba esa carrera, otras potencias como Estados Unidos lo harían primero.
Aunque el uso de armas químicas y biológicas ya había sido prohibido por la Convención de Ginebra en 1925, Ishii y el gobierno japonés ignoraron esta prohibición. Para ellos, los acuerdos internacionales eran meros papeles inútiles, y así comenzó una de las campañas más brutales jamás registradas.
El castillo del horror
En un lugar aislado de Manchuria, una fortaleza, que parecía más un castillo medieval, fue transformada en una verdadera fábrica de la muerte. Al principio, la operación se enmascaró bajo el nombre inofensivo de «Laboratorio de Prevención de Epidemias».
Pero, tras bastidores, Ishii creó una subdivisión secreta: la Unidad Togo, que pronto sería renombrada como Unidad 731, el nombre que se convertiría en sinónimo de crueldad sin límites.
La Fortaleza de Zma fue vaciada de cualquier vestigio de vida civil. Todos los residentes de los alrededores fueron expulsados, y los trabajadores que construyeron los laboratorios y celdas secretas fueron ejecutados sumariamente tras completar sus tareas. Así, nadie podría contar lo que había sucedido allí.
Dentro de los muros de este castillo, los prisioneros eran tratados como «troncos», un apodo macabro usado por los científicos que se burlaban de sus víctimas como si fueran simples trozos de madera desechables.
Cobayas
La vida en la Unidad 731 era una pesadilla viva. Tan pronto como los prisioneros llegaban, eran bien tratados y alimentados. Pero esto no era por bondad, sino una preparación meticulosa. Querían que sus cobayas estuvieran en las mejores condiciones posibles para realizar los experimentos más grotescos imaginables. Y créeme, la muerte era el menor de los males allí.
- Pruebas con armas convencionales: En un escenario digno de una película de terror, los prisioneros eran atados en grupos mientras granadas eran detonadas para observar los daños causados a diferentes distancias. Otros eran utilizados como blancos humanos para balas o cuchillas especialmente afiladas, para analizar cómo perforaban la carne humana.
- Armas químicas y biológicas: Gas mostaza era lanzado sobre hombres, mujeres y niños. Algunos llevaban máscaras de gas, otros vestían ropa normal y otros, nada. Los científicos monitoreaban tranquilamente cuánto tiempo tardaba cada uno en sucumbir.
- Enfermedades como armas: Sífilis, gonorrea, peste bubónica. Los prisioneros eran infectados deliberadamente bajo el pretexto de «vacunas». Luego eran viviseccionados vivos, sin anestesia, para que los científicos pudieran observar el efecto de las enfermedades en sus cuerpos.
Experimentos crueles
Las atrocidades cometidas en la Unidad 731 no tienen fin. Mujeres embarazadas eran forzadas a llevar sus embarazos hasta el término, solo para que los bebés fueran usados en experimentos brutales. La vivisección de bebés era común, y si la madre sobrevivía, era «reciclada» en otro experimento.
Y no termina ahí:
- Prisioneros eran congelados hasta perder todos los signos de vida para probar métodos de reanimación.
- Se utilizaban centrífugas para girar cuerpos hasta que los ojos se salían de sus órbitas.
- Se amputaban partes del cuerpo y se reimplantaban en lugares invertidos, como brazos cosidos en las piernas.
Estos experimentos bizarros e insanos no eran solo pruebas: eran actos de puro sadismo realizados por individuos que habían abandonado cualquier vestigio de moralidad.
El plan macabro que nunca ocurrió
En el apogeo de la guerra, Japón tenía un plan final. Querían lanzar una bomba biológica cargada de pulgas infectadas con peste bubónica sobre San Francisco, Estados Unidos. La fecha estaba fijada: 22 de septiembre de 1945. Pero el lanzamiento de las bombas atómicas por parte de los estadounidenses en Hiroshima y Nagasaki puso fin a la guerra antes de que este plan diabólico se realizara.
Ausencia de justicia
Cuando la guerra terminó, los líderes de la Unidad 731 hicieron lo impensable: negociaron su libertad. A cambio de los datos recolectados en los experimentos, Estados Unidos ofreció inmunidad total. Así es: ¡los monstruos detrás de los horrores de la Unidad 731 no fueron juzgados!
Mientras tanto, los soviéticos, que realizaron sus propios juicios, condenaron solo a 12 personas, y aun así estas cumplieron sentencias leves, regresando a vivir vidas normales.
Durante décadas, la existencia de la Unidad 731 fue tratada como una teoría de conspiración. Fue gracias a historiadores obstinados que la verdad salió a la luz. En los años 90, el gobierno japonés finalmente admitió lo que había ocurrido, pero la justicia nunca se hizo. En 2018, se divulgó una lista con más de 3,600 nombres de científicos, pero la mayoría ya estaba muerta o desaparecida.